Un día en el mercado inesperado

Cada rincón del mercado tiene una historia, pero aquella mañana, para mí, fue todo un descubrimiento inesperado.

Soy Daniela, y normalmente compro en el supermercado cerca de casa, pero ese día decidí probar el mercado tradicional del barrio viejo, impulsada por el deseo de encontrar productos frescos y sentir el ambiente diferente.

Al caminar entre puestos, me sorprendió la variedad y la energía de los vendedores, cada uno con su forma particular de llamar la atención o contar la historia de sus productos. Compré unas frutas que nunca había probado y verduras con colores vibrantes.

Mientras seleccionaba tomates, un caballero mayor comenzó a compartir conmigo algunas técnicas para elegir los mejores. Me pareció una lección improvisada, muy sencilla pero práctica.

En ese momento noté que muchas personas hacían la compra de manera rápida y mecánica, mientras que otros se detenían en charlas más largas, discutiendo sobre recetas o la mejor forma de conservar los alimentos.

Luego, al pagar, hubo un problema con el sistema digital que usaban para el cobro. La señora que atendía no sabía cómo solucionarlo rápidamente, y la cola empezó a crecer. La tensión se podía respirar en el aire.

Sin embargo, nadie mostró impaciencia extrema; algunos comenzaron a bromear, otros ofrecían ayuda para contar el dinero en efectivo. Fue una situación que transformó la espera en un momento de convivencia inesperada.

Al salir del mercado, aunque cansada y con las bolsas llenas, pensé que la compra había sido más que adquirir productos: había sido una experiencia humana, que me recordó que las cosas sencillas pueden ofrecer algo más si las observamos con atención.

El mercado seguía su rutina, mientras yo regresaba con la sensación de haber encontrado, sin buscarlo, un pequeño refugio de autenticidad en medio del día a día.