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Nunca pensé que la tranquilidad pudiera ser tan desconcertante.
Soy Raúl y vivo en un barrio pequeño al que me mudé hace poco. Al principio, disfrutaba de la calma y el aire fresco, pero con el tiempo comencé a notar algo extraño: las calles parecían vacías, y nadie saludaba ni hablaba.
Cada tarde, al regresar del trabajo, caminaba por las mismas calles sin ver a casi nadie, solo casas cerradas y sombras largas. Una vez, intenté saludar a una señora que sacaba la basura, pero ella ni siquiera me miró.
Me sentí incómodo, como si estuviera en un lugar donde las personas preferían mantenerse invisibles. Decidí que debía entender qué pasaba, así que empecé a observarlo todo con más atención.
Noté que muchas ventanas tenían cortinas cerradas y que, a veces, se abrían solo para dejar salir el sonido tenue de la televisión o música baja. Era un silencio líquido que cubría el barrio y creaba una sensación de aislamiento.
Una tarde, escuché un leve canto que parecía venir del parque. Seguí el sonido y encontré a un grupo de personas mayores sentadas en círculo, cantando canciones antiguas sin levantar la voz.
Me acerqué con respeto y ellos me invitaron a unirme sin palabras, solo con miradas y sonrisas suaves. Fue un momento inesperado, donde comprendí que la quietud no siempre significa ausencia, sino a veces una forma distinta de estar juntos.
Desde entonces, cada vez que voy al parque, me uno a aquel círculo silencioso, aceptando que la compañía no siempre necesita ruido, y que el verdadero vínculo está en la presencia compartida, aunque sea en silencio.
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