El reflejo en el lago

No todos los amores comienzan con palabras o miradas; a veces, es un reflejo lo que nos detiene en seco.

Soy Valeria, y la historia que contaré no es sencilla ni convencional. Todo ocurrió un verano, en un pequeño pueblo junto a un lago cristalino, donde el tiempo parecía detenerse.

Una tarde, mientras caminaba sin rumbo por el bosque cercano, llegué a la orilla del lago. Allí, vi algo extraño: un reflejo que no era mío, una figura que parecía observarme desde el agua.

No había nadie más alrededor, y aun así, esa presencia me hizo sentir una mezcla de curiosidad y temor. Al día siguiente volví con la esperanza de entender, pero solo encontraba agua y árboles tranquilos.

Los días pasaron y el reflejo apareció otra vez. Fue entonces cuando conocí a Gabriel, un pintor que vivía aislado y cuyos cuadros retrataban aquel lago con una precisión casi mágica.

Gabriel me contó que él también veía figuras en el agua, y juntos exploramos esa experiencia, compartiendo silencios que decían más que muchas palabras. No se trataba de un amor tradicional, ni de una historia con reglas claras. Era un lazo delicado, como el reflejo en el lago: bello, frágil y en constante cambio.

A pesar de no tener un futuro definido, esa conexión me enseñó que el amor puede vivir en lo inasible, en lo imperfecto y en lo intangible. No siempre buscamos seguridades; a veces, basta con dejar que el reflejo nos acompañe, aunque solo sea un instante.

Al final, me alejé del lago con la sensación de haber encontrado algo único, un recuerdo que no necesito atrapar ni entender por completo.

Quizá, el amor más profundo es aquel que nos enseña a vivir en el presente y a aceptar lo que no podemos poseer.