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Nunca había sentido una mezcla tan intensa de nostalgia y orgullo como aquella tarde en el viejo estadio de mi ciudad.
Me llamo Daniel y, tras quince años jugando profesionalmente, esa sería mi última vez participando en un partido oficial antes de retirarme. El estadio estaba lleno, y el ruido de los aficionados parecía llenar cada rincón.
Empezamos el encuentro con energía, pero pronto noté que mi cuerpo no respondía igual que antes. La intensidad del juego era mayor que en mis últimos entrenamientos y, en el segundo tiempo, una lesión en la pierna izquierda me obligó a salir del campo.
Desde el banquillo, observé a mis compañeros luchar con decisión para mantener el marcador favorable. Un momento inesperado llegó cuando el arquero contrincante cometió un error que permitió a nuestro equipo anotar el gol decisivo.
Al sonar el pitido final, me di cuenta de que, aunque no había terminado el partido en la cancha, podía estar orgulloso de mi carrera. Entre aplausos y vítores, comprendí que, a veces, los momentos más importantes no solo se viven jugando, sino también aceptando el fin con dignidad.
En el vestuario, mientras me despedía de los compañeros, entendí que mi vida cambiaría, pero ese último partido quedaría grabado en mi memoria para siempre.
No hubo gran celebración ni discursos largos. Simplemente el respeto mutuo entre quienes compartieron años de esfuerzo y pasión por el deporte.
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