El eco de un café vacío

Al final de la tarde, Marta entró al pequeño café de la plaza, esperando que el lugar estuviera tranquilo para leer.

Pero sólo encontró una mesa ocupada por un hombre que parecía nervioso. Él la miró y, tras un instante de duda, le preguntó si podía sentarse con ella. Marta aceptó, curiosa.

Durante minutos, hablaron sobre temas simples: el clima, los libros, la vida en la ciudad. Sin embargo, una ligera tensión quedó en el aire, como si ambos esperaran algo que no se atrevieron a decir.

De repente, el hombre confesó que estaba escribiendo una carta para una persona que amaba, pero que nunca había enviado. Marta, sorprendida, compartió que ella también tenía palabras guardadas que nunca había expresado.

El café se vació poco a poco, y la conversación se volvió más íntima. Sin embargo, en lugar de intercambiar números o prometer volver a verse, ambos decidieron mantenerse en el momento, sin compromisos.

Al salir, el hombre le agradeció a Marta por la compañía y por ayudarlo a entender que a veces hablar con un desconocido puede aliviar el corazón.

Marta se quedó mirando el eco de sus palabras en el aire. El café estaba vacío ahora, pero la sensación de conexión, aunque breve y sin futuro claro, la acompañó varias horas.

Esa noche, cuando escribió en su diario, entendió que no todas las historias de amor necesitan un final, y que las palabras no siempre deben ser entregadas para tener valor.

Quizás, pensó, el amor también vive en esas charlas que sólo el tiempo y el recuerdo guardan en silencio.