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Cada tarde, a las seis, Clara caminaba por el puente colgante que unía los dos barrios de la ciudad. Para ella, ese trayecto era un momento de calma antes de enfrentar el caos del día.
Una tarde, mientras miraba el río, una voz detrás la sorprendió: era Julián, un músico callejero que solía tocar violín cerca del mercado. Él señaló su instrumento y preguntó si quería escuchar una canción. Clara aceptó, intrigada.
Mientras Julián tocaba, algunas notas parecieron responder a los pensamientos ocultos de Clara, despertando en ella sentimientos que creía dormidos. Sin embargo, la intensidad del momento se vio interrumpida cuando un grupo de turistas pasó ruidoso, distrayendo la magia de la escena.
Clara se sintió confundida; no sabía si fue el violín o aquel instante lo que la había impresionado. Aun así, prometió regresar. Los días siguientes, Julián y Clara coincidían en el puente, guardando silencio mientras el violín contaba historias que las palabras no alcanzaban.
Pero aquello no se transformó en un amor evidente, ni en una amistad típica. Fue algo distinto: una conexión basada en la música y la distancia, en la belleza de lo efímero.
Un día, Clara dejó un mensaje en un papel junto al violín: "Gracias por las melodías que hablan sin palabras". Julián sonrió y siguió tocando, sin buscar respuestas.
El puente seguía ahí, uniendo lugares y momentos, mientras aquellos ecos de junio permanecían vivos, sin necesidad de definiciones ni compromisos. A veces, la verdadera intimidad se halla en la libertad de no tener que explicar lo que se siente.
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