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Nunca entendí por qué mi abuela conservaba ese viejo reloj en la cocina, detenido siempre a las diez y diez.
Me llamo Andrés, y desde pequeño ese objeto me parecía un misterio sin resolver. No importaba cuánto lo intentase darle cuerda o cambiarle la pila, el tiempo parecía haberse negado a avanzar en ese rincón de la casa.
Una tarde, mientras ayudaba a ordenar, decidí mirar al fondo del reloj. Encontré una pequeña nota pegada en su interior; decía: "Aquí queda el tiempo que dedicamos a los momentos que no queremos olvidar".
La frase me hizo pensar en todas las veces que abuela dejaba la cocina por horas preparando comidas o esperando a que llegaran los nietos. Comprendí que ese reloj detenido no era un error, sino una forma de guardar esas horas especiales, congeladas en la memoria.
Al día siguiente comenté mi descubrimiento con ella. Sonrió sin palabras y me pidió que lo dejara tal y como estaba. Su silencio era más elocuente que cualquier explicación.
Desde entonces, cada vez que entro en esa cocina, me detengo a mirar el reloj y recuerdo que el tiempo a veces no se mide en minutos, sino en momentos. Quizá los relojes rotos tienen su propia manera de hablar y enseñarnos a valorar lo que realmente importa, aunque no siempre comprendamos al principio.
No sé si ese reloj seguirá allí cuando vuelva dentro de unos años, ni si la magia de congelar esos instantes perdurará, pero mientras tanto, me siento parte de ese secreto que no necesita palabras para existir.
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