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Cada otoño, cuando las hojas comenzaban a caer, Elena se sentaba en el mismo banco del parque para observar cómo el viento dibujaba figuras con su danza lenta. Aquella tarde, el aire olía a tierra mojada y recuerdos de otros tiempos, y ella no esperaba que un desconocido cambiara su rutina.
Sentado a su lado, un hombre con ojos profundos y sonrisa tímida disfrutaba del silencio. Sin embargo, un libro cayó de sus manos, y al recogerlo, sus dedos se rozaron, despertando una chispa inesperada. Las palabras no fueron necesarias; las miradas comenzaron a contar una historia.
Elena recordaba que el amor, a veces, no necesita grandes gestos o promesas efusivas; puede ocultarse en un instante suspendido, en la conexión sutil que solo el otoño parece entender.
Conversaron durante horas sobre la fragilidad de los momentos y la belleza de lo efímero. Él le habló de su vida viajera y ella compartió sus sueños pausados. No hubo planes, ni propuestas; solo la certeza de haber encontrado un refugio común entre aquel puñado de hojas caídas.
Cuando el sol se despidió, quedaron en silencio, conscientes de que a veces los encuentros más profundos son también los más breves. Cada uno siguió su camino, con el corazón un poco más ligero y la mirada llena de un brillo distinto.
Aquella tarde en el parque, entre susurros de viento y hojas bailarinas, Elena aprendió que el romance verdadero puede ser un momento, no una eternidad, y que algunas historias permanecen vivas precisamente porque no concluyen.
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