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La mañana comenzó con un silencio extraño en la casa de la familia Gómez. Ana, la madre, notó que ni su esposo ni sus dos hijos dijeron una palabra desde que se despertaron.
Al principio pensó que era una broma, pero pasaron las horas y el silencio se mantuvo. El desayuno, normalmente lleno de charlas y risas, fue una comida sin sonidos. Ana trató de hablar, pero nadie respondió; sólo miraban fijamente sus tazas.
Cuando llegó la tarde, Ana intentó entender qué pasaba. Pensó que tal vez estaban enojados, cansados o simplemente aburridos. Intentó hacer juegos, poner música, pero nada cambió.
Decidió entonces escribir una nota en un papel: "¿Qué sucede?" y la puso en la mesa. Su hijo mayor escribió una respuesta: "Queremos probar un día sin palabras."
Ana se sorprendió, pero decidió participar. Pasaron el resto del día comunicándose sólo con gestos y miradas. Muchos momentos que normalmente se daban por sentado se hicieron más importantes. Ana vio en sus hijos y esposo una nueva forma de estar juntos.
Al anochecer, las palabras volvieron poco a poco, pero con ellas también un significado diferente. No era sólo hablar, sino escuchar y entender sin prisas.
Ana pensó que a veces el silencio puede decir más que mil palabras y que en la familia, lo importante no es llenar el aire con ruido, sino compartir momentos que realmente importan.
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